lunes, 23 de marzo de 2009

Crece

Discutía aquel día con una mujer, sexagenaria, en plan sano, sin crispaciones, sobre el matrimonio. Sostenía yo mi negativa a contraerlo, a lo que ella no encontraba razón de ser. Achacaba ello a la inmadurez, no propia de mi edad, puesto que no tiene por qué ser la tónica general entre mis coetáneos, pero de la que sin duda yo aún no me había desprendido.

- Evidentemente tú no lo compartes,- me argumentaba,- lo compartirás con el tiempo, cuando tengas una edad. LLegará el día en que eches la vista atrás y te des cuenta de la cantidad de cosas en que te emborricabas por cabezonería, pensando que actuabas con toda la razón del mundo, pero que el paso de los años te demuestra que son fútiles... vanas, que carecen de sentido alguno, y sepas apreciar, hijo mío, qué es lo que realmente merece y qué no merece la pena en esta vida.


A lo largo de los meses fui asimilando esta idea (quizá por la imperiosa necesidad de acelerar mi proceso de maduración. Por sentirme, si no de pleno, al menos sí algo más integrado en el mundo de los mayores), hasta el punto de tomar la determinación de pasar por la vicaría.


En estas, y no antes de proponerle la buena nueva a quien desde iniciada nuestra relación consideraba ya mi esposa (con su consiguiente aceptación, lágrimas, helicópteros, flores, champagne, confeti, mariachis, anillo, besos, abrazos, aplausos y demás parafernalia... todo ello en su debido orden lógico que no estoy por la labor ahora mismo de estructurar), comencé los preparativos de la boda y del ulterior banquete, festejo y despelote que ello suele llevar aparejado. Hablando de despelote, opté por no dar, como se me pidió, las directrices básicas sobre lo que a mi entender habría de ser la posterior (respecto al momento del que hablo), anterior (respecto a la cermonia marital), despedida de soltero.


Aprovechando que la celebración albergaba a la mayoría de mis parientes, di a conocer la noticia entre mis familiares en el sexagésimo segundo cumpleaños de mi tío Andrés.


Fue un auténtico boom que a todos cogió de improviso. La fiesta y el jolgorio se multiplicó por dos al comunicarles la decisión de casarnos. Brindis, abrazos, besos, felicitaciones, más brindis, sombra aquí y sombra allá... maquíillate, maquíllate. Era como nochevieja pero en Agosto... y con bermudas.

El aniversario de mi tío quedó en un segundo plano como es lógico. A fin de cuentas, él cumplía años todos los años (ya eran sesenta y dos los festejos celebrados bajo el mismo pretexto), y yo era la primera, y esperaba última vez, que me casaba.

Lo sentí por él, era su día y no tenía derecho ninguno a adueñarme de él como había hecho, pero a él no pareció importarle, y así me lo hizo saber cuando me llamó aparte en su habitación.

Me preguntó, palabras textuales, que "qué cojones hacía casándome", a lo que yo le rebatí con firmeza, seguro de que esta vez iba por el buen camino.

Me respondió que me dejara de gilipolleces, que todo eso eran patrañas, que me creía más maduro, pero que bueno, que con el tiempo, cuando tuviera una edad, le entendería... porque llega un momento en la vida en que echas la vista atrás y te das cuenta de la cantidad de cosas en que te emborricabas por cabezonería, pensando que actuabas con todo el fundamento del mundo, pero que el paso de los años te demuestra que son fútiles... vanos, que carecen de sentido alguno, y sabes apreciar, qué es lo que realmente merece y qué no merece la pena en esta vida. Y esto del matrimonio, según me decía, no pertenecía al primer grupo.

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