miércoles, 28 de mayo de 2008

Apariencias

- Por mi como si me llamas Perro, querida,- respondí,- lo mismo me da que me da lo mismo. Sólo es un nombre,- proseguí mientras deceleraba progresivamente la cadencia de mis pasos y palabras, simulando observar las prendas expuestas en el luminoso escaparate de una pequeña tienda de ropa, que en nada me interesaba, con el único objetivo de interponer entre nosotros la
distancia suficiente para vislumbrar lo que presumía sería un lustroso trasero. Vaya si lo era. Redondito... regordete... respingón... Me puso como una moto. Aceleré el
paso deliberadamente. Casi corría. Había que llegar a casa cuanto antes.
- Es que no recuerdo si he apagado el fuego,- me justifiqué ante su rostro cariacontecido.
Comprendió, un tanto contrariada.
Me pregunté cuantos años tendría. Yo le echaba veinte... y años... por ahí también, veintidós-veintitrés, nunca más de veinticinco. Se lo preguntaría más tarde. Un tío al que se le quema la casa que sólo se preocupa de saber la edad de su acompañante? Sonaba surrealista, aunque seguramente, si de verdad se estuviera quemando,lo preguntaría.,Por rebajar la tensión, por
parecer más despreocupado de lo que en realidad soy. Apariencias.
Recorrimos kilómetro y medio en apenas tres minutos. La chica estaba en forma. No sólo había aguantado de manera estoica mi último tramo a ritmo keniata, permitiéndose incluso entablar una distendida conversación telefónica con vete tú a saber quien, (“si... dime... no, no me ha dicho nada... ¿pero él ya lo sabe? ... que fuerte ¿no?... ¿ y qué piensa hacer?... ¿tú crees?... no se atreve... ni de coña... si, estaría bien, se lo merece... ja, ja... ¿yo?... no, ahora no puedo, estoy con un chico... a ver una peli... no le conoces... que no le conoces... si... mucho... vale, ya te contaré... adiós... adiós... un beso, guapa... ciao”), sino que su rostro se mantenía fresco y no se vislumbraba en él rastro alguno de fatiga. Indudablemente algo tenía que hacer para mantenerse en tan óptimo estado de forma. También lo preguntaría más tarde... si me acordaba.

Me meaba, pero estaba de enhorabuena. La llave del portal no giraba. Entraba en la cerradura perfectamente, pero luego no giraba, ni a izquierda ni a derecha, por más fuerza y maña que desplegasen mis ágiles manos. Todo salía a pedir de boca. El típico contratiempo que acaba de hundir la existencia de uno cuando algo no va bien. El dinero llama al dinero, dicen. La desgracia no, ya se encarga la otra de presentarse sin que nadie la invite, digo. Ley de vida.
- ¡Joder, lo que faltaba!,- exclamé en un estado a caballo entre el abatimiento y la ira. Como el niño que llora de rabia en una pelea porque su hermano mayor esquiva sus golpes.
Volví a sacar e introducir la llave, no fuese que estuviera mal encajada en la cerradura (ya me había pasado otra veces), pero na nai, seguía rígido.
Resoplé. Pensé en mi siguiente movimiento, de qué manera arremeter contra la puerta para darle mayor credibilidad a la historia.
Una patada valdría. O un puñetazo. O zarandear la puerta. La de la patada y la del zarandeo eran las que más me atraían, tenían como más caché. La patada seguida de un " vaya puta mierda". El zarandeo seguido de un " ¡ábrete coño!". Quedaría chulo.
No obstante opté por picar el telefonillo de un vecino. No quería parecer un neurótico.
No contestaban. Llamé otra vez, al mismo piso, no sé por qué, lo lógico hubiese sido probar en otro. Seguían sin contestar. Entretanto agarré el pomo de la puerta tirando un poco de ella, para así estar preparado cuando abrieran. Sólo faltaría que por despiste no me diera tiempo y tuviera que volver a molestar al vecino… a esas horas. Oí un pequeño “clic”. Tiré un poco más. La puerta se abrió, tenía el bombín precintado. Estaba rota. Podían haber puesto un cartel.

Reí imaginando el hostión que me hubiera dado de haber optado por zarandear la puerta. Un ridículo espantoso. ¡Menuda caída! Me hubiese partido la columna. La guinda a una actuación perfecta. Actuación, que supe debía llegar a su fin, en el momento en que atisbé el primero del sinfín de peldaños que conformaban la impoluta escalera del bloque. Mis nalgas ya eran lo suficientemente prietas. Las suyas también. No subía andando ni de coña.

- ¡Espera!,- dije frenándome en seco al pie de la cordillera.
- ¡Qué!
- Espera, espera.
Medité.
- Vale, vamos al ascensor.
- ¿Qué pasa?
Sonreí.
- Nada. Buenas noticias. Fallo técnico. Acabo de caer en la cuenta de que el fuego está apagadísimo. Fue ayer, no hoy cuando cociné. Hoy no he comido en casa. Me he hecho un pequeño lío entre lo que hice ayer y lo que he hecho hoy.

Entramos. Atrás quedó la voz del vecino preguntando quién llamaba por el telefonillo… a estas alturas de la película. Ya sabía dónde no llamar si alguien me perseguía.

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